23 septiembre 2006

La Murga de Pedro Orgambide (1976) Parte II

Poco mas tarde, se presento en la comisaría un ingles alto y bien vestido, representante de la comparsa. Pidió garantías para su gente y dijo algo acerca de daños y perjuicios y menciono a la reina. El sargento dedujo que se trataba de la reina del carnaval y comento a un subordinado: “el gringo esta en pedo”. Sin embargo, acompaño al representante hasta la puerta, y cuando el otro traspuso el umbral, le hizo la venia, “...por lo que putas pudiera...”, medito.
Esa noche la murga avanzo, cautelosa, hacia el centro. Pero el jefe advirtió un sospechoso movimiento de carros de asalto ( disimulados con serpentinas, guirnaldas y mascaras ) y prefirió explorar un terreno conocido, menos hostil. Ordeno entonces dirigirse al Parque Retiro, por las calles del Bajo, y evitar, en lo posible, todo contacto con las suntuosas comparsas de la Plaza San Martín. Por su parte, la Madre repartía golosinas a los chicos de las villas de emergencia, que se sumaron gozosos, a la Murga. Los Indios entraron al parque haciendo sonar sus latas y sus palos, enarbolando su estandarte sobre los conscriptos, las sirvientas en su día de franco, los provincianos que bajaron de los hoteles de Alem, algunos en camiseta con la toalla sobre el hombro, a medio afeitar, otros vestidos de azul, como para casarse, con el pañuelo volcado sobre el bolsillo superior del saco; todos amigos, siguiendo las cabriolas de la murga. Ahí nacieron los cantos que mas tarde escucharía la ciudad, la jubilosa marcha que coreaban los viejos y los chicos con idéntica unción. Todos subieron a la montaña rusa, en carros que chirriaban cargados de gente, y jubilo, y gritos e insolencia. En lo alto, el jefe enarbolo su lanza, señalo la ciudad, todavía extranjera para el, vio, adivino el futuro de esas calles que había recorrido con la murga.
Los perros le seguían el rastro. Ladraron, en Palermo, a las sombras de sus hombres, mordisquearon los restos del festín. Los oficiales, acompañados de algunos civiles –Garay, el ingles y otros damnificados- revolvían en la basura. Una encontró la pulsera de hueso de la madre, el gallego una peineta que había pertenecido a su mujer, y que el beso llorando, entre tanta inmundicia. Alguien afirmo que habían tirado a un hombre en una zanja, otro dijo que rompieron faroles y que orinaron en un monumento publico, una mujer cuchicheo en la oreja del mas joven de los policías y este anoto “acciones incalificables, malos tratos” mientras se ruborizaba. La noche, mas allá de Plaza Italia ( entre la estatua de Garibaldi y el puente de Fierro de Pacifico ) olía a cerveza, a mujer, a chamamé, a amueblada, a sudor, a manoseados billetes, a pizza, a mingitorio, un perfume procaz que el olfato de los perros aspiraba en busca del rastro de los Indios.
Ladrando, babeando de sed, los perros se internaron en el bosque. Atrás, las linternas de los policías, como luciérnagas, parpadeaban entre los árboles. Garay, armado de una espada (quizá fuera un cuchillo de almacén, era difícil distinguir en la oscuridad ), clamaba contra las bestias sin dios. El ingles, exaltado y probablemente borracho, injuriaba en su idioma a los hijos del país, a los salvajes que lo habían humillado. Con sus binoculares sobre el pecho, juro reconquistar la ciudad, doblegar el orgullo de los nativos. La luna, roja como una sangrienta premonición, apareció arriba del puente con el silbato de una locomotora.
La madre, con los brazos en alto, la luna en el medio, pontificaba sobre una mesa de fierro, rodeada de su gente, de viejitas que le besaban las manos y le pedían cosas, milagros casi, que ella repartía generosamente. ( pero quizá esa es la imagen de otra, noche, no de aquella en el parque retiro ) los indios, con la boca llena de pochoclo y manzanas asadas, subieron a los juegos. Querían llevarse los autitos. El jefe, desde el látigo, les ordeno prudencia. Las mujeres, con los vestidos levantados hasta la cintura, daban vueltas allá arriba, en los aviones. Entro la murga en el salón de los espejos y los gordos se vieron flacos y los pobres se despertaron ricos, y de esa confusión, de esa ilusoria beatitud, el jefe saco una esperanza, proyecto su fe, la contagio a los suyos. La murga se adueño entonces de los rifles de los kioscos; los tiro al blanco quedaron despoblados, empobrecidos en mitad de la fiesta. Se formaron grupos de defensa, se temió por la propiedad privada, por los excesos de una turba que bailaba bajo la calavera y que ahora, ebria de confianza, se lanzaba al asalto de la ciudad.
“ Hay que levantar los puentes”, ordeno el comisario. Garay, como de piedra, frente a la casa rosada señalo con el cuchillo aquello que, al principio pareció un sueño. Los indios refrescaban sus pies en las fuentes de la plaza, pedían a su jefe, que en el tumulto había desaparecido y, según decían, estaba prisionero. Con horror, Garay recordó a Gardel, sonriente y compadrito, en el almanaque. Ahora estaba allí, en el balcón de la plaza, con los brazos en alto. De vergüenza, de miedo, cerro los ojos. Vio (dos veces vio su muerte ), como incendiaban el boliche y salían con las antorchas, ofendiendo a su Dios. El vendedor de biblias, arrodillado frente a la catedral ( o quizás todavía estaba allí, en el almacén rezando entre los botellazos ), se desplomo de una pedrada. Alguien dijo que estaban quemando la bandera.
Como en toda historia, como en toda vida, los datos son imprecisos. Según dicen, la madre murió misteriosamente al ver amenazada la suerte de sus hijos. Estos levantaron altares en las plazas, rezaron durante horas, velaron su cadáver bajo la lluvia que apagaba los últimos fuegos de esa noche. Según otros, tal devoción fue una herejía, un acto de barbarie. Dicen que al terminar el carnaval quemaban muñecos de paja vestidos de cura. Pero bien puede ser esta una calumnia de la señorita del Corso de San José de Flores, un infundió de las mascaras de la plaza San Martín, que bajaron hasta el parque de retiro montadas en los carros de asalto de la policía. Es difícil saber a que hora llegaron los perros allí, en que preciso instante la pesadilla se transformo en historia. Se asegura que alguien robó el cuerpo embalsamado de La Madre y lo arrojo al río; otros lo niegan o callan por ese pudor que despiertan los muertos. Lo cierto es que cuando comenzaron los disparos, cuando se oyó el crepitar de las ametralladoras y el estallido de las bombas, la murga bailo con mas fuerza que nunca, con una energía multiplicada por la sangre y el pánico; bailo, mientras caían, uno a uno, sus hombres, felices y fanáticos bajo el estandarte de la calavera; al compás del bombo los Indios danzaban, con rápidas y elásticas contorsiones, mientras el Jefe, con su lanza –un palo de escoba con asta de lata- señalaba, a lo lejos, el resplandor de la fiesta.



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